Tuve la suerte de asistir el martes a la presentación de la novela de Jenn Díaz Es un decir (Lumen), en la diminuta librería Pequod del barrio de Gracia de Barcelona. Oficiaba el bautizo Álvaro Colomer, que convirtió la liturgia en una entrevista que tocó muchos palos. Como no me he leído aún la novela, no puedo escribir sobre ella. Tampoco puedo contar la juerga entre amigotes que siguió al sarao, pero sí que puedo volcar aquí algunas cosas que pensé mientras Jenn hablaba, cuyas palabras me permitieron poner en orden ciertas intuiciones que ya casi pueden considerarse pensamientos.
Jenn, cuya prosa ha sido comparada con la de una «sexagenaria en silla de ruedas», ambienta sus ficciones, desde la primera de ellas, Belfondo, en el campo, en pueblos españoles de interior, en regiones y épocas indeterminadas, pero que parecen corresponderse con una larga y mesetaria posguerra. Por eso, muchos la han encuadrado en una tendencia “neorrural”, junto a Jesús Carrasco o Lara Moreno. Autores que han abandonado la gran ciudad y el presente por el campo y un pasado difuso que a veces es futuro postapocalíptico.
Se habló de las razones de lo que, en muchos sentidos, puede considerarse una moda azuzada por las editoriales, y Jenn aventuró algunas. Pero todas las conjeturas se desmadejaban a la segunda frase, porque un escritor entiende sus propias razones para escribir, pero sólo puede armonizarlas con las razones de otros escritores forzando la retórica o inventando otra ficción. Se habló, por ejemplo, de la crisis, del hartazgo de cierta literatura postmoderna y de todas esas cosas que suelen enumerarse cuando uno se siente obligado a enumerar algo. Pero yo creo que la obsesión o la querencia campesina de algunos escritores jóvenes responde a algo más hondo y difícil de sistematizar, que desborda coyunturas y estrategias comerciales de grupos editoriales.
Los narradores españoles tienen (tenemos) una relación muy rara con el paisaje. Los poetas la tienen resuelta, pero los narradores no se llevan bien con el paisaje, y no llevarse bien con el paisaje es no llevarse bien con el país que lo envuelve con su Geist. Esto es así en parte porque los españoles, en general, nos llevamos muy mal con nuestro paisaje. Tenemos una relación acomplejada y desagradable con él. Durante mucho tiempo, lo hemos negado. Algo que hacía muy español a Josep Pla era la forma que tenía de despreciar el paisaje del Ampurdán. Sahariano, lo llamaba, y todo el mundo entendía que ser sahariano era algo indeseable, aunque nadie, ni siquiera Pla, hubiera visto nunca el Sáhara.
Si quieren entender la relación de España con el paisaje, visiten Marina D’Or. Es el ejemplo más salvaje de autodesprecio que he visto nunca. Jardines franceses plantados sobre un pantano salino, césped verde y crujiente, playa donde no la había. Una versión hortera y chula de “lo bonito”, la sublimación de un cuento de Andersen. La expresión (no la peli) “lo verde empieza en los Pirineos” manifiesta un complejo de inferioridad digno del Freud más ramplón.
Los ilustrados, en España, odiaban España. Su modelo era Francia, y creían que la regeneración de España pasaba por su conversión en Francia. Y eso incluía el paisaje. De hecho, confundieron sociedad y paisaje. Creían (y todavía creen) que cambiar el entorno cambia a las personas, que para ser francés sólo hace falta un palacio de Versalles y la ribera de un río ancho. Así, abrieron canales, irrigaron desiertos y podaron delicados jardines bajo el sol de la meseta. Cuando unos pocos novelistas sublimaron el paisaje español se fijaron en el castellano, y acabaron enredándolo en una retórica fascista y marmórea. Nadie quería ser Baroja después de Baroja, nadie quería volver a ver la meseta como alma austera de un pueblo herido después de Unamuno. Había que ser gilipollas para querer ser Unamuno. Unamuno era la peste. Lo sigue siendo. Yo no quiero ser Unamuno.
Los narradores españoles han mirado el campo con una mezcla de asco, condescendencia y fascinación etnológica. Cuando Buñuel o Sender se acercan al campo del que ellos mismos salieron, avanzan por él como exploradores de National Geographic. Retratan salvajismos y brutalidades que testimonian para que el legislador las extermine. Son informes de adelantados de Indias. Hay algo casi colonial en sus miradas, que se convirtieron, para muchos narradores, en las únicas miradas posibles.
Las novelas pasaron del paisaje porque querían pasar de España. La novela se hizo urbana cuando el país se hizo urbano, y mirar el campo fue síntoma de retraso mental, de paletismo e incapacidad artística. Salvo para Delibes, escribir en España era escribir contra España y contra su paisaje. Se lo ignoró deliberadamente, se lo ignoró con rabia, y los pocos escritores que volvían a él lo hacían en forma de rencor, como Muñoz Molina, que convirtió su campo jienense natal en una madrastrona cuya peste a aceitazo había que sacudirse en ciudades grandes y extranjeras.
Han sido tantos años de dar la espalda al paisaje que ya nos hemos olvidado de lo importante que es. Si España no existe es en buena medida porque nadie se ha preocupado por reinventar su paisaje. Los países sólo existen en él. Una nación no es más que una colección de cuentos ambientados en un paisaje que se sublima.
Si las naciones se construyen con mitos sobre un paisaje es porque la tierra llama al corazón de los hombres como no lo hace ninguna otra cosa. Porque, al crecer, prendemos nuestros sentimientos tanto del paisaje que vemos como del que heredamos. Por eso, cuando un narrador vuelve a la tierra y la mira sin asco ni condescendencia ni ánimo de reformarla, casi siempre toca algo muy hondo en sus lectores. Pasa con Julio Llamazares, por ejemplo, pero no se me ocurren muchos más nombres. Llamazares entendió (de una forma intuitiva, que es como entienden los buenos escritores) que había un socavón enorme en la memoria sentimental de España, y gritó dentro de él para hacer eco. Se asomó al gran drama español del siglo XX, mayor quizá que el de la guerra, ese éxodo que, en menos de veinte años, vació el campo. Este país no se ha recuperado de ese trauma, tan parecido a un traslado forzoso de población (en algunos sitios, lo fue).
En el éxodo a las ciudades, España perdió el paisaje porque ningún novelista quiso trabajar con él. Creo que algunos jóvenes notan hoy más que nunca esa falta y miran los pueblos vacíos de donde proceden los mitos de su familia como un territorio extraño completamente inexplorado. Husmean en las ruinas con asombro romántico, y su búsqueda no tiene que ver con la crisis, las tasas de desempleo ni la deuda soberana. Tiene que ver con una identidad usurpada y con una cierta frustración por una narrativa que se ha empeñado durante mucho tiempo en jueguecitos florales y revoluciones de salón de té. Tiene que ver con reconocerse en el paisaje, con volver a una España abandonada y sucia, la consecuencia del sueño de aquellos que quisieron hacerla Francia y, cabreados por no conseguirlo, se pasaron la vida viviendo como franceses, cultivando sus jardines de delicadas flores continentales bajo el sol fiero de Iberia.
Esto pensaba mientras oía hablar a Jenn Díaz, ella misma de apariencia delicada, casi un ejemplar de concurso de paisajismo versallesco, encantadora y suave, pero con una voluntad de adobe por dentro, tan empeñada en sacar algo de las telarañas y el polvo.
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